lunes, 16 de enero de 2012

Regalo de una noche de verano

El sábado se vistió de emociones aceleradas, muy tempranito para encender la llama de todo el sueño por venir, la tarde trajo taquicardias incontrolables que se desvanecieron con la buena nueva -al fin-; sin embargo aún no es tiempo de sonreír por completo, procesiones limeñas recorren mis años transcurridos; vagaré una y otra vez por la refaccionada avenida en busca del gran dragón naranja que se trague cuanta combi maldita que nos enerva cada tiempo de sol, cada noche insoslayable, cada pisada en el asfalto en nombre de todos tus sudores rotulados uno encima de otro.

Dos horas para cambiar de traje, para tratar de verme más allá del espejo cotidiano que me inculca que la noche promete, que aún puedo salvar el día.

A la poética plaza barranquina -que un día fue y otra es-; me ganó y fallé, inconmensurable su imagen sinuosa, sentada en esas bancas barrocas su estela es más que cualquier bella obra de arte, me clava con el regalo prometido, con su cadencioso andar que sabe a canción imposible.

Caminar por sus románticas veredas hacia el punto varias veces visitado es un preludio que siempre deseo repetir, ahí nos espera la mesa y sus dos sillas de madera rústica (taberna o pub, híbrido de nuestros días), la música retro que no atosiga, que resulta apropiada cortina musical para una noche fresca llena de más historias por contar.

Confesiones de verano, -no hay secretos en su mirada limpia y abierta-, recuerdos nuestros, risas y melancolías compartidas, entre vasos de cerveza y algunos cigarrillos que huelen a puntos y comas el tiempo se consume no sin antes llegar a las palabras mágicas, a la esencia que nos une y nos ha colocado en una posición expectante que sella cual pacto de sangre fraterno todo lo vivido y lo que nos compromete todavía más a retar al destino y torcerle el cuello a la historia ingrata por obra y gracia de su presencia venida de un impulso lúdico, casi milagroso.

Nos marchamos cual último blues en el final del zurco del long play de todas las odiosas despedidas, de todos los adioses enojosos y tristes, de todos los hasta luegos o hasta siempre bañados de nostalgia, así nos acordaremos nuevamente que un día cualquiera me tropecé con tus dibujitos de papel y tu sonrisa de niña cándida en aquel salón de mil novecientos setenta y cuatro...

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