lunes, 16 de enero de 2012

La fábula del hijo pródigo y el mutante

Ayer se fue rapidito y en un dos por tres llegó hoy.

Salió embalado -como es fiel costumbre-, cierra las compuertas de la casa con tejas; su mañana se interrumpe abruptamente por un personaje aparecido del pasado, de historias vecinales, de años duales.

Está transformado, es un guerrero del asfalto, envuelve en un esperado abrazo los años de ambos; mayor y menor, maestro y alumno, mentor y aprendiz, -casi padre, casi un hijo-.

Anda muy acelerado, está avanzado, amaneció desde ayer con la resaca condensada en aquella botella molotov que lo ha psicodeliqueado en extremo, está en otra, demasiado, su partner lo mira y no puede creerlo.

Tiene que enrumbar a la chamba rutinaria, el hijo pródigo venido del primer mundo anduvo esperando este encuentro por años -desde la ventana virtual-; pero no así, así no tenía que ser, no un trhiller muy de mañana.

Sube las escalinatas del paradero de todos sus días, el transformado alumno exigue acompañarlo como dé lugar; así corren hasta dar caza al gran dragón naranja para montar en su lacerante cuerpo llevando dentro una sesentena de zombies urbanos que viajan por la necesidad que sus enigmáticas vidas le demandan, la lucha por la supervivencia en esta ciudad que no debería ser de miedo.

Arroja la botella de aquel trago de mala muerte, transcurren la gran avenida, mutante y recién llegado; él está pasado de vueltas y su máster no sabe cómo controlarlo, lidia los veintantos minutos con el aprendiz enajenado por sustancias extrasensoriales que la noche se ha llevado por paisajes agrestes que un mundo lúmpem ha convivido por mientras, mientras se acuerde todo lo que ha hecho de destrucción, de animal de la noche, de lobo estepario, de ánima boleteada en este jueves de mierda.

Llegaron -al fin-; ha sido una travesía insoportable; bajan por una de las branquias de la enorme bestia para anclar en un parque sin nombre de un distrito para qué te cuento porque supones que lo reconoces.

El chambeador en jefe quiere terminar de una buena vez con esta desventurada historia; le da unas monedas para que el joven guasónico se lleve su espectral cuerpo a otra parte, pero no entiende, está algo más que la bestia verde y el señor Hyde.

Se despide, sin embargo vuelve la vista atrás, lo está siguiendo pese a las advertencias; apura el paso, entra a su guarida, abre las puertas que tiene que abrir para regresar a ver que él está acechando a la espera que salga para despedirse o no sé qué.

Está demás, lo despide nuevamente; hay quéhacer dentro, pasan los minutos, afiera está echado, dormido como un paria en la calle barrial, qué huevada.

Un par de horas para el desahuevo final, lo embarca a una nave que lo llevará a uno de sus escondrijos para curarse las cuentas del alma, para reprogramarse antes que su progenitora lo vea en tan triste figura.

La mañana ha sido terrible, dolorosa, ingrata, así no tenía que ser, el hijo pródigo le ha hecho volevr atrás; se vio asimismo, su alma reflejada en retro, cuando anduvo más de una vez desbocado, viviendo al límite, inconsecuentemente, haciendo daño y haciéndoselo a él mismo.

Ha sido una puñalada por los días marginales, no quiere volver a verlo de esa manera; al leer este conglomerado de palabras espera que se dé cuenta que la vida no alcanza, que los encuentros no tienen que ser de esta manera; se marcha hacia su guarida chamberil para seguir con lo suyo, para no entristecerse más por el caminante nómade, para no recordarle que no puede hacer más por él; por aquel niñito escuálido que conoció y que ahora le ha abierto una herida que pensó cicatricada, que no son más que las llamaradas perpetuas que nos recuerdan que todo es cíclico y que tal vez se vuelvan a encontrar en paraísos artificiales que no se vuelvan en contra suya porque las oportunidades ya no serán las mismas para poder mirarse tiernamente a los ojos sin complejos ni vergüenzas que lastimen la historia de una amistad que debería ser más que una fábula maltraída...

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