martes, 4 de enero de 2011

Writting with myself (second time)

Algo que me olvidaba y que debí incluir en la primera parte es algo que me sucedió y que cambió mi vida para siempre; cuando tenía seis años de edad (cursaba el primero de primaria) corría el año setenta en mi línea de tiempo.

Eran tiempos de Melody y yo seguía en mi irrefenable forma de vvir; es así que en unos de esos episodios de tantos; estábamos almorzando en la casa de Nicolás de Ayllón 674 (Carretera Central) yo comía bastante más de lo normal, tanto así que una vez acabada mi merienda (con entrada o sopa, segundo, postre y refresco); éramos una familia de clase media y mis viejos siempre procuraron alimentarnos bien antes que las otras necesidades básicas.

Repasaba el plato de Aldo (en ese entonces él era bien ralito y comía solo por obligación, aún no disfrutaba del placer de comer), recogía las carnes que se caían al piso y no sé porqué (ese fatal día nos habíamos quedado solos, mi viejo trabajaba en el Centro de Lima y mi mamá había salido no sé a dónde) terminé por alrededores de la basura para seguir comiendo y toda esa barbarie glotónica y no menos antihigiénica me causó una grave infección estomacal y terribles cólicos estomacales.

No recuerdo como llegué a terminar en emergencia del Hospital del Empleado; mi sufrida madre me contó que mi estómago era algo así como el diiluvio universal; me deshidrataba y no cesaba de evacuar y arrojar agua -por arriba y por abajo- durante casi por 20 días con sus noches; me estaba yendo y los médicos no hallaban la cura a mi mal (tenía el Cólera -dicen-, algo poco común en esos días).

Ya me habían desahuciado -solo se esperaba un milagro- y tras inumerbales juntas de médicos; el doctor Vargas Vicuña y el Dr. Caballero, -más conocido como 'Conejo' por sus pacientitos- (ambos pediatras, grandes tipos y quienes posteriormente serían nuestros doctores de cabecera) realizaron unos 'cócteles' con antibióticos logrando detener la infección salvándome la vida.

Así ,en esos días alucinantes, bajé considerablemente de peso; nunca más engordaría y el niño rollizo, 'maceta' y chaposo eran solo un mero recuerdo; ahora era un alfeñique y quedé con un estómago de cristal.

Yacía en la cama del hospital recuperándome; con sondas en las dos muñecas y en los dos tobillos (hasta el día de hoy llevo las marcas como huellas imborrables de aquel nefasto episodio); quise bajar para caminar un poco, las piernas se me doblaron como dos sorbetes; estaba muy débil, a duras penas logré levantarme para volver a echarme.

De regreso a casa como un herido de guerra, todo cambió desde ese día para mí (la sonrisa endiablada y las ganas cotidianas por cometer fechorías desaparecerían por algún tiempo).

Mi dieta diaria y estricta durante casi dos años sería la de papilla de carne con verduras, tostaditas (las redondas de 'San Jorge' daban la hora), mazamorras, gelatinas e infusiones, nada más podía comer; dependería mucho de mí volver a llevar una vida normal y ser un niño saludable otra vez.

Gastropancreatina tres veces al día; pero como el hombre es un animal de costumbres, me adapté sí o sí.

Perdí el año escolar (repetí primero de primaria) y ese medio año me la pasé entre algunas clases en el salón y a huevear en los columpios, en el tobogán, en el subibaja, llevaba mis juguetes al colegio; nadie me exigía (todo el mundo sabía que estuve 'así 'de morir/me); no sé si fue una acertada medida pero la pasé bacán, fueron unas vacaciones de medio cielo
-como dijeran después mi pata Jose y los cementerios-.

Al año siguiente de lo que llegué a recordar del año anterior empaté el primer puesto con el niño -Eliseo Reátegui- era un niño muy inteligente y bastante loco -por cierto-; aprendí sus jergas propias, era un lenguaje propio, cambiaba todas las palabras a su modo (como en los cómics de 'Sal y Pimienta'); me encantó su mundo y me alucinaba un huevo.

Muchos años más tarde su vida sufrió un giro inesperado, una adolescencia desbocada: era drogo y alcohólico; en alguna oportunidad lo llegué a ver tirado -pasadazo y en un aspecto lamentable-; en la calle, afuera de su casa, se convirtió en un inadaptado, un paria; con nuestra mudanza a Lima jamás volví a saber de él.

También fue la única vez que recibí medalla y diploma (fue una sensación única propia de mi célibe castidad; para mi hermano Kique era algo normal pues desde jardín hasta concluir la primaria todos los años eran gloria eterna y yo miraba simplemente desde mi ciubículo algo que para mí estaba bien lejos de mis posibilidades, de pasadita que me cagaba un poquito pues él era el niño modelo de la casa y yo la oveja negra).

Durante aquellos años del oncenio, de la era del régimen dicatorial militar gobernado por el entonces general golpista Juan Velasco Alvarado; vivíamos una época de valores trastocados, de estilo de vida americanizado, también eran tiempos donde el hippismo irrumpía en la sociedad y calaba en la juventud que quería una transformación, asímismo con Mayo 68, la revolución sexual, la guerra de Vietnam, Woodstook, la revolución cubana de Fidel Castro y el Che Guevara; la coyuntura de los misiles, la guerra fría; se manifestaban vientos de libertad y movimientos juveniles, políticos, con tendencias izquierdistas tanto en Latinoamérica como en distintas partes del mundo.

El Perú no estaba al margen de ello y la juventud tampoco, el poeta Javier Heraud persiguió aquel sueño y se fue a la selva peruana a iniciar la revolución del campo a la ciudad; Uceda también participó en la sierra entablando una guerra de guerrillas que luego serían aplastadas por el régimen militar.

En nuestro colegio, la familia de la directora era también opositora al régimen y su hijo, el profesor Kique (quien fuera maestro y guía de mi hermano mayor durante los últimos años de la primaria) sufría persecución política por su afiliación aprista; en los últimos años que estuvimos en el plantel no se le veía mucho (los padres de familia comentaban que estaba preso o escondido por algún lado).

Estos hechos fueron determinantes para que nuestros padres nos cambiaran de colegio; muchos por temor y por no querer tener mayor vínculo con personas que tuvieran problemas con la 'justicia y la ley' (años más tarde comprendería la pasividad de la gente, su inacción y su falta de compromiso frente a los hechos que se estaban sucediendo en el país durante los años dictatoriales del gobierno militar).

Otra razón no menos importante era -lo comparé al ingresar al colegio Winetka- que el sistema educativo que se dictaba en Los Cedros se encontraba en vías de obsolesencia; métodos arcaicos y antididácticos, con valores trastornados/inquietantes, hasta castradores incluso ("la letra con sangre entra" -era su prédica- y como vivíamos bajo un modelo de sistema y vida militar los padres incluso apoyaban y autorizaban tanto el castigo corporal como el psicológico -que era incluso peor-.

(continuará...)

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