lunes, 10 de enero de 2011

Writting with mysef (la quinta avenida)

Aquella vez me tocó dormir solo en el cuarto colindante al de mis viejos (hasta el día de hoy ignoro la razón que le movió a mi madre a separarme de mis hermanos).

Seguimos en la última casa de Nicolás de Ayllón, donde inumerables gorriones anidaban en los techos acabados con tejas y los pichones calatitos y rosaditos -recién nacidos- caían a veces contra el piso de cemento que daba al jardín de la entrada de nuestra casa.

También ocasionales huevitos rotos y abundante caca de nuestros inquilinos invasores embarraban y decoraban tanto las ventanas de la casa como el piso exterior.

De vuelta a la anécdota en el cuarto solitario; tendría unos seis o siete años, una mañana cualquiera de aquel día extraño y aterrador, yo dormía de espaldas a la puerta de entrada mirando a la pared, simplemente siento una mano tocándome la espalda, medio despierto, medio dormido volteo rápidamente para ver quién era, nadie.

Solo unos pasos invisibles alejándose de mi cuarto perdiéndose por el cuarto de almacén o dépósito hacia el balcón que miraba a la calle (las viejas maderas del piso no solo crujían, se veía, se sentían las tablas de madera hundiéndose por alguna fuerza extraña que nunca supe explicar y mucho menos entender).

Corrí como un ratón asustado hacia la madriguera salvadora -la cama de los viejos-, les conté a mis padres sorprendidos por mi relato de "Lo Increíble" de Carl Korchia (aquella serie de historias de suspenso y terror televisiva -en blanco y negro- de mediados de los setenta que Canal 5 propalaba en aquellos años del gobierno de Morales Bermúdez).

Ahora, si me creyeron o no, tampoco lo sé, solo sé que esa fue la última vez que dormí en aquel cuarto; lo cerraron y destinaron a guardar cosas.

Más aderezos para ese inexplicable incidente; cuentan los vecinos cual leyenda urbana que en nuestra casa hace algún tiempo una persona se ahorcó además de que la casa nunca fue bendecida.

Mi vieja al día siguiente trajo a un 'padrecito' para que rece sus oraciones antientidades y rociara su agua bendita por todas las habitaciones del segundo piso de la casa -y que para mis adentros la llamé posteriormente la 'Casa de los Espíritus'-.

Nuestra estadía en Chacalacayo -por siete mágicos años- estaba llegando a su fin.

Mi viejo -principalmente- por su trabajo y por razones de peso: -"En Lima está todo, allí está nuestro futuro" (yo había sido operado de las agmídalas y llevaba una vida normal, dejé de ser asmático, mis hermanos mejoraron con el crecimiento de sus procesos alérgicos y no había mayor razón para seguir viviendo aquí -así parecía-).

La verdad que un lado de nosotros quería irse y conocer más de la ciudad capital y el otro se había acostumbrado a vivir aquí, no queríamos dejar a nuestros amigos, mi vieja tampoco -ella siempre fue amigueraza y asidua a los 'té de tías', la charla parlanchina, el cotorreo cotidiano, el chisme de rompe y raja con sus etcéteras poderosos; pero -como siempre- mi madre abnegada ella, siempre siguió a mi viejo a todas partes y bueno, siempre hizo caso al carácter de 'macho dominante' de mi viejo (mi viejo era/es el Rey León y mi ma, la Leona de dos Mundos que tenía que cazar para alimentar tanto a él como a sus cachorros: Animal Planet).

Así es que fuimos 'mudándonos' a Lima; aquel año -el setenta y cuatro fue bien cagado para nosotros-; mi viejo nos llevaba muy temprano al nuevo colegio "San José " de Monterrico (más adelante repasaré esas historias) antes de ir a su chamba (Kique entraba a segundo de media, yo a quinto de primaria, Aldo a tercero y Jose a jardín).

De regreso mi viejo nos recogía inicialmente a las 2:30 p.m. y después nos llevaba una movilidad desde el colegio hasta el sabroso barrio de Apolo en la Victoria; almorzábamos en la casa de mi 'mamita Concho' (la mamá de nuestra amá, una abuelita mostra por los siglos de los siglos), de allí tomábamos un micro que nos dejara hasta el Centro de Lima (tomábamos la 30, un micro de color marrón que salía del paradero entre la avenida Abancay y la avenida Nicolás de Piérola (ex Colmena), tras un 'viaje interprovincial' que tardaba cerca de dos horas por las incontables paradas durante su recorrido (llegábamos trapazos en calidad de bulto, alrededor de las 6:00 p.m. -puta mare- sí por un año hasta que se termine de construir la casa propia del que sería nuestro barrio de "Villa Jardín" en Sant Louis (suena más 'chic' y alienado).

Recuerdo con bastante jocosidad lo que nos pasó pasó, una tarde de muchas, siempre cada vez que viajábamos uno de nosotros tenía la responsabilidad de ser el vigía, el que no podía ni debía quedarse dormido, jamás.

Así es que el resto luego de comer sus maníes salados, maníes confitados o habas saladas -en su clásica bolsita alargada- 'jateaba' gran parte del camino confiando en la labor esforzada del 'Rodrigo de Triana'.

Pero pasó lo que tuvo que pasar, a Kique le tocó aquel fatídico día ser el vigilante del campanario y...¡¿adivinen qué?!, el huevón se quedó dormido babeando su fatiga...¿hasta dónde creen?

Hasta la universidad de La Cantuta (¡qué cojudo mi chino!), o sea que nos pasamos Chaclacayo, pasamos Chosica y ya estábamos por otros lares que ni conocíamos por nuestra poca calle.

Entre asustados y amargos con mi hermano mayor; lateamos de regreso hacia la Carretera Central -por dónde pasasen los micros que nos llevasen de regreso hacia nuestro dulce hogar-.

Otra 'waita' más era que tampoco teníamos un sol en el bolsillo, pues el poco ripio nos lo gastamos en las mentadas habitas saladas.

El pánico empezaba a cundir entre nosotros porque ya se hacía tarde y la noche nos cogió inconfesados; no había plata y estábamos asustados; pero se me ocurrió 'tirar dedo' como los pendejos, como los hippies o los trotamundos que sin mayor vergüenza lo hacían a menudo por Chaclacayo o por Lima (antes eran otros tiempos, (ahora está bien bravo que pase eso).

A agitar nuestros castos pulgares, los carros pasaban rápido, tocando sus asesinos claxon; hasta que un tío buena gente que nunca falta:-¡Suban que yo voy para Chaclacayo!

El alma se vino a nuestros cuerpos y la negra noche se convirtió en luz al final del corredor (ya los maricones de mis hermanos estaban lagrimeando, bueno, yo estaba feliz de mi rápida reacción).

A la casa, mi madre entre preocupada y nerviosa colaboraba con su mercado de lágrimas, nos abrazaba y besaba como mamá gansa a sus patitos pekineses, a comer y descansar un rato (¡qué tareas ni qué mierda!), mañana será otro día.

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