lunes, 3 de enero de 2011

Writting with myself (primera entrega)

Nací un cuatro de enero de mil novecientos sesenta y tres (aún no sé porqué vine al mundo) en el entonces Hospital del Empleado -ahora cambiado de nombre por huachaferías e intereses demagogos/políticos-.

Era gordito y rollizo (las fotos dan cuenta de eso), inquieto, intrépido, juguetón, imprudente y temerario; en pocas palabras: problem boy.

Recuerdo como si fuera ayer: mis viejos tenían un chifa -sino el primero en Lima para dar servicio de reparto a domicilio (hoy delivery)- en nuestra primera casa en Pueblo Libre; había un 'paisano', -era el cocinero- un chino enorme y gordo con su polo y delantal blancos; su amlplia sonrisa de conejo de pascua contrastaba con su amenazante figura de asesino en serie y machete siempre en mano.

Tendría unos cuatro tiernos años, estábamos jugando con mi hermano mayor Kique (vestidos con nuestros 'cha chas' nuevos, a la moda sesentera) en el patio exterior.

Pasaban unos pollitos corriendo (eran de él) e ignoro hasta el día de hoy qué me impulsó a coger una botella y lanzárselas a uno de ellos contra el piso; un gran charco de sangre me salpicó, ensució parte de mis medias y mis zapatitos de charol.

Una mezcla de hazaña y temor por lo acontecido invadieron mi interior mientras me quedaba ´pegadazo' contemplando la sangrienta escena (los llantos de mi hermano eran la perfecta cortina musical que decoraba ese extraño museo de terror).

Ya -a los siete aproximadamente- un domingo caluroso de aquellos, estábamos toda la familia en pleno: mi viejo, mi mamá, Kique, yo y Aldo; la piscina del todavía operativo Centro Recreacional Huampaní -en mi entrañable vecindario de Chaclacayo- estaba abarrotada de gente bañándose y refrescándose.

Tanto la parte donde aún 'había piso' y la que se bañaban únicamente los que sabían nadar estaban colmadas hasta decir basta.

Para variar no había leído con atención y mucho menos responsabiliad el aviso que decía: "Peligro, prohibido bañarse si no sabe nadar."

Así es que como 'buena merca' me lanzo como Johnny Whismuller -y de clavadita como liza- al agua pato; trato de emerger para salir a flote cuando me dí cuenta que no tenía piso y mucho menos sabía nadar; ya estaba tragando agua como loco desesperado y ahogándome.

Por mi mente pasó mi corta vida y mi pensamiento hacia mis viejos; los que ya no volvería a ver nunca más.

De pronto un fuerte y grueso brazo me recoge como un gran anzuelo engancha a su presa; desde el agua logro divisar el rostro de un 'tío' parecido a Pedro Picapiedra (desconocí si era el salvavidas o un buen samaritano, eso era lo menos importante en aquellos aciagos instantes); salgo más avergonzado que Aldo recitando en plena actuación escolar "Los Heraldos Negros".

Corrí entre asustado y confundido, con una gran sonrisa cojudona por haber/me salvado la vida; fui al encuentro de mis padres, les conté lo sucedido, quise abrazarlos pero me enfriaron todito porque no me tomaron en serio o no me creyeron, pensaron que les estaba tomando el pelo (aquí es donde nace la fábula del Pastor Mentiroso); una más para mi libro de vida.

Aquella primera actuación por el día de la Madre en el inolvidable colegio particular mixto "Los Cedros" siempre en Chaclacayo; estábamos en primero de primaria: Beto Varona, Cucho Flores, Cucho Cabrera y el que narra y escribe.

Era el número que correspondía a la canción de Los pollitos dicen..., estábamos disfrazados de pollitos (¡puta madre!), con nuestras plumas amarillas hechas con papel crepé por nuestras sufridas viejas, una cresta roja encima de nuestras cabecitas, con chorcito y tabas acorde a la ocasión.

La recordada directora del plantel, la miss Herminia O. de Antallo (firmaba todas las libretas de notas así como los inútiles diplomas que se otorgaban en aquellos días durante el gobierno militar del tristemente célebre, el 'chino' Juan Velasco Alvarado), era la verduga, -es decir- la maestra de ceremonias en todas las actuaciones habidas y por haber durante mis años primariosos desde jardín hasta el tercero.

Ya estaba la musiquita esa y mis compañeros de clase habían salido al escenario para 'aletear' y cantar al unísono la torturante cancioncilla; yo me había quedado en el 'back stage' (me orinaba de miedo).

Cuando de pronto alguien de adentro (alguna miss de mierda) me empujó a la fuerza y yo aparecí en el escenario como Chaplin o Cantinflas; con mi sonrisa de yo no sé -rojo de la cólera y rojo de la vergüenza- (risas abundantes en la platea) dispuesto a batir mis estúpidas alas y satisfacer las necesidades de orgullo y mercado de lágrimas de mi cándida viejita, así pes.

Desde temprana edad mi curiosidad y despertar por el sexo opuesto iba en aumento, aún estando en los primeros años nos dábamos maña -junto con mi primo Beto, él siempre fue un gran pendejo, vivía sacándole la lengua a la vida (¿por dónde andarás?)- para agarrar las piernas de las niñas mayores.

Giusseppina -era el hembrón del colegio-, lo máximo que pudieron ver estos inocentes y castos ojitos claros; ella estaba en cuarto o quinto de primaria (no recuerdo bien); era una niña/mujer muy desarrollada, bien proporcionada, unas piernas de ensueño (como las de Elena Cortez, bailarina de moda durante mediados de los sesenta e inicios de los setenta) y una carita de angel face, guapísima en realidad por su origen ancestral italiano.

Su pelo castaño rubio, su mirada 'inocente' (era la bomba sexy del cole) y su cuerpo despampanante arrancaban suspiros reprimidos a los muchachos de mi colegio.

Cuando iba en short blanco -para educación física- mostraba unas piernas largas y torneadas de infarto; así la encontrábamos sentadita y un día de esos la ví llorando (creo que la estaban expulsando, ella era rebelde e indisciplinada, para el sistema escolar) y para consolarla, nosotros le hacíamos cariñito en sus piernecitas (la verdad que nos daba pena pero a la vez nos ganábamos alguito).

Muchísimos años más tarde vivió la 'vida loca'; fue fly hostess y falleció debido a una mala cirugía (llegó a ser mi vecina de la cuadra seis en Nicolás de Ayllón, a unas cuatro casas de la mía, lamentable en verdad, guardo gratos recuerdos de ella, era una mujer alocada pero buena y carismática).

En mi último año en Los Cedros, -tercero para ser más precisos- tenía una amiga, bien rica ella, despachadaza para su edad; Roxana Ghezzi me cargaba y me hacía sentar en sus tornedas piernas y me mimaba; yo que más quería, así éntraba en ese juego de la mamá y el papá; un vacilón y un adentramiento a mi despertar sexual, pero esas serían otras historias...

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