martes, 3 de agosto de 2010

El túnel de Polay

Aquel sótano de la casa fue construido para albergar a mis abuelos: mi mamita Rosa y mi tata Rafael (los papás de mi viejo).

Sin embargo la mamita Rosa prefirió continuar con su vida trajinadora, es decir, atender su negocio del Gran Bar Restaurant 28 de Julio en el picante barrio de La Victoria –local que acogió a artistas de la talla de Víctor Humareda y Óscar Avilés, unos iban a degustar su famosa sopa de porotos a la chilena, infaltable todos los lunes; otros simplemente a saludar a la ‘vieja’, tomarse unas cervecitas y armar grandes jaranas criollas que jamás volví a presenciar-.

Mi mamita -pese a la insistencia de mi padre para que vaya a vivir con nosotros- no se movió nunca de su barrio del jirón Montevideo, hogar donde se criaron Kique, Roberto y Carmen (los tres hijos que nacieron de aquella fusión cantonesa/peruana).

Años más tarde irónicamente mi abuelita regresaría al sótano de la casa pero para pasar sus últimos días, un cáncer avanzado fue la causa de su deceso; así fue atendida y despedida como una reina por mi madre y sus fervorosas hermanas (recuerdo que había bajado tremendamente de peso y le estaban aplicando morfina para mitigar su dolor); en sus últimas horas de vida mi mamita no perdió jamás esa sonrisa que tanto le caracterizaba, sabiéndose enferma no quería que sientan pena por ella y mucho menos nosotros, sus nietos.

Así es que el tata Rafael ocupó ese cuarto durante varios años, dejando huella indeleble en el barrio de Villa Jardín y en toda persona que tuvo la suerte, el honor de disfrutar de su peculiar compañía y mejor conversa.

Después que mi tata dejara su cuarto para vivir en un asilo de ancianos (¿correremos la misma suerte?) y dejara este mundo luego de una fecunda vida besando la centuria (ver: El Tata (mi abuelo) en el blog); el sótano se reformó para convertirse en una sala de estar, un ‘hueco’ para escuchar música y sucumbir al relajo y el desenfreno de nuestros tiempos de adolescencia extrema.

Uno de esos tantos días –en el que mis viejos brillarían por su ausencia, creo que para nuestra ‘leche’ estaban de viaje- nos reunimos cerca de nueve puntas: el que habla, Aldo, Danny, Fernando, Lucho, ‘Bolito’(ya desparecido en un accidente de tránsito en Tacna), Renato, ‘Charlot’ y ‘Motita’.

Habíamos comprado trago de diferente calibre: pisco, ron, vodka, chelas y no sé cuánto más arsenal alcohólico que nos puso a saltar, bailar, gritar al compás del buen rock que propalaba el equipo de sonido; alguien por allí le puso 'El túnel de Polay'(parodiando al que sirvió de ruta de escape al mencionado personaje -en el Penal de Cantogrande-;tal vez influenciado por la película de leyenda setentera: 'El Gran Escape') debido a las horas de tremenda juerga y camaradería que jamás se llegó a repetir, salió de pronto, no había nada planeado, todo fue espontáneo, eran tiempos de fresca amistad y no había reparos para disfrutarlo, de aquel ‘hueco’ psicodélico brotó lo más alocado de nosotros.

Un happening, una perfomance alcohólica que quedará en el recuerdo de cada uno de aquellos muchachos veinteañeros e irresponsables, protagonistas de tamaño desmadre, inolvidable.

Posteriormente el sótano fue nuevamente reformado: de cuarto de dormitorio, sala de estar a oficina de la imprenta de la familia hasta convertirse en área de diseño; actual estudio de mi viejo y ocasionalmente lugar para que este oscuro y silencioso narrador de historias tome por asalto a la noche y su computador.

Hoy el ‘Túnel de Polay’ no es más aquel centro de escape a la cordura, quedan algunos vestigios de esos años: el techo decorado con losetas de tecnopor en blanco y negro (misma discoteca rocker) y acompañado por la obra pictórica de Polanco: un grabado de –Cinco Esquinas- una famosa calle de Barrios Altos, trabajo de la influencia heredada del discípulo de Humareda quien a su vez fuera parroquiano y cliente silencioso de mi mamita Rosa.

Alucinante relación umbilical atemporal, ¿mera coincidencia?
Dijo –César Miró: 'Todos vuelven a la tierra en que nacieron'…

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