jueves, 21 de abril de 2011

LUCHITO(Personajes anónimos de nuestra Lima urbana)

Salí embalado tras mi maldición mental -a la vecina de junto- por no devolver la vil carreta; la misma que era menester para transportar un material semipesado para la cantera gráfica.

Así me aposté en la esquina de Candamo con Militar a la espera de la nave blanca (el comité Nº. 9), la línea que me llevará hacia mi destino marcado.

Llegó luego de unos diez minutos, mano al estribo, pie firme para trepar y buscar un sitio adecuado, ha salido el sol, va a hacer calor, son casi las once de la mañana, ya estamos avanzando, una veintena de seres de distintas edades, sentados en un viaje cotidiano, el de todos sus días, discurriendo por las calles de esta ciudad que se traga todo, los anhelos, los sueños, hasta sus pesadillas más abominables.

Estamos por la Manco Cápac, voy rumbo al Centro -necesito unos hojalillos para unas tarjetas kardex-; entrando a la primera cuadra de la avenida Abancay -cruzamos la renovada avenida Grau, algo que Castañeda dejará para la posteridad, la presidencia es algo inalcanzable, nunca jamás- sube un hombre gordo, rechoncho, es uno de los tantos miles de vendedores, cantantes de micro que suben a las infernales máquinas para buscarse la subsistencia, las migajas que les da la vida para no morirse más.

Un señor, un tipo de unos cincuenta y tantos años; es gordísimo, de rasgos acholados, viste un saco azul oscuro, viejo y desgastado por el tiempo y el olvido, un kepí azul de esos antiguazos (pareciera recuperado de la guerra con Chile), tiene la apariencia de Curly -el de los tres chiflados- y a un tiempo su maltratada estampa es la del jorobado de Notredame, un Igor, un Mungo, un Cuasimodo chicha, un extraño sirviente de laboratorio bien peruano.

Los ojos caídos de tanto sufrir, la boca chueca y los dientes incompletos; mientras habla un fino estanco de saliva queda varado al extremo de la vía expresa de su inmensa cavidad oral.

Lleva a manera de saco un pantalón cosido, saluda a su improvisado auditorio, con sus gruesas y rudas manos saca cual conejillo de la galera un viejo violín, coge el arco para iniciar su rutina musical; pero primero hace una introducción e invitación sobre Dios y su doliente fe : "Tomen las combis que van por Javier Prado hasta el final y de allí a Cieneguilla está el campamento de Ataucusi y el pescadito, todos los sábados va un montón de gente, Jesús hace muchos milagros, señoras y señores, Luchito va a cantar te quiero, espero que me colaboren y me apoyen, no me den la espalda por favor"...

Su voz es muy ronca, casi apagada, no se le entiende porque masca las palabras; entonces arranca y en un santiamén asesina las cuerdas del violín; toca como si estuviera serruchando un tronco –a leguas se nota que no es músico-, su canto es más disonante (el tema no dura más de dos minutos) y triste, como si fuera el aullido de un coyote en su último día antes de morir de hambre, de frío, y de soledad.

Al cierre de su desafortunado concierto saca un letrerito con recortes de períodicos pasados dónde se puede leer: “Lucho Barrios”, haciéndose un poco de propaganda para que el público oyente sepa que no es un desconocido, un cualquiera (esa alucinación de asumir/se un personaje popular más su manera peculiar de hablar como si fuese un niño grande dan cuenta de su deplorable estado mental de este superviviente del asfalto).

Así Luchito tras culminar su aciaga performance pasa al lado de cada uno de los pasajeros (la mayoría indiferentes de su penosa imagen y peor faena laboral); saco unas moneditas de mi viajero canguro –tampoco soy el FMI ni el mendigo de aquella esquina- se las pongo en su improvisada bolsa, tengo que bajar, estoy cerca de la Abancay con Ucayali; quiero voltear para verlo por última vez, ya no está, bajó por la puerta trasera.

Adiós Luchito, -pie derecho- tengo que seguir por mi camino…

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