miércoles, 27 de junio de 2012

Última noche en el barrio de los treinta y cinco

La última noche suena a canción de despedida, como aquellos infinitos adioses que hemos visto -en el cine y la televisión; ahora en los múltiples accesorios que nos ofrece el mundo tecnológico posmoderno- a lo largo de nuestra pequeña o gran vida (eso dependerá de lo que uno cree o se catalogue en su ránking autocrítico). Es así desde que mis progenitores tomaron la intitulable pero necesaria decisión de dejar atrás la casa del clan, la historia se cierra en los distintos capítulos personales y familiares; y bueno pues; la mudanza es una tarea condenatoria temporal que trae muchos sabores variopintos que sumen a uno en una suerte de castigo obligado para dejar atrás álbunes nostálgicos y soñar con el comienzo de una nueva vida en el nuevo hogar con fecha reservada de caducidad. Ya estamos montados y embarcados en la evacuación final que el día de mañana no sabemos que emociones nos depararán; cada uno lleva por dentro su propia lectura y tomarà tiempo -o tal vez no- acostumbrarse a lo que será la nueva guarida de la banda de los tres. Abandonaremos para siempre nuestra 'vieja' casa en el jirón con nombre de virgen, ubicada frente al verde parque que mi combativa madre y un grupo de vecinos fundadores de la urbanización se esforzaron para ver su obra perpetuada para las generaciones venideras. Amparado en el silencio de la noche cómplice -y sí, es buena consejera mi estimada Josefina Barrón; permíteme discrepar contigo porque es en estas horas nocturnas dónde siempre me he sentido muy cómodo y tranquilo para procesar las ideas y replantear mejor los pensamientos que no podría hacerlo de la mejor manera durante la actividad diurna que suele tornarse batahólica y heavy-; me despido en solitario mientras las plantas del jardín de mi madre parecen mirarme tristes y resignadas a la suerte de la partida sin regreso en nuestro querdido barrio de los treinta y cinco años por siempre jamás; así sea...

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